martes, 28 de julio de 2009

Naturalezas

Lo pensaba como un hombre de arena. El mar llegaba en cada ola a darle forma a sus pies, a sus manos, a su torso. Un hombre de arena con corazón de agua de mar. Su sangre tendría entonces un alto grado de iodo y sus labios un extraño sabor a sal. Su hombre de arena tendría la calidez del mar: al alba, estaría todavía lunar, plateado y enigmático; con el amanecer, se desperezaría las mareas de la noche esperando que una vez alto el sol, pudiese recobrar la firmeza de la playa; al mediodía, se sentiría confiado, con un brillo dorado, que luego perdería al crepúsculo, para volverse circunspecto, y cauto aun, a la noche. Su hombre de arena tenía dos grandes temores: que el viento lo soplara y lo volviera partículas de roca y caracol, y que el tiempo lo creyera reloj e hiciera correr veloz sus granos uno a uno. Lo pensaba como una estrella de mar arrojada en la playa del mundo. No dejaba huellas en la arena y caminaba solo, junto al mar, hacia un norte que a veces confundía.

Dice que se va a caminar. Ok, y está bien si quiere ir solo. Y se lleva el iPod –porque incluso los hombres de arena rehúyen de tanto en tanto el sonoro gorgoteo del mar. Que él fuera un hombre de arena, ¿la convertiría a ella en una mujer de arena también? Seguro si estaban juntos era porque compartían una naturaleza, una forma de habitar la tierra y de ser en la vida. Ella había existido por su lado hasta conocerlo, como él había existido por su lado hasta conocerla. Ahora la arena los unía, pensaba. Él podía caminarla, y ella podía simplemente recostarse y sentirla abrigando sus pies. Así, los pies de ambos estaban unidos, y donde él iba, ella no, pero sí.

El libro entre sus manos es de papel y tinta. Lo ve, lo mira, lo lee, lo escribe. Yo me quedo a leer, andá si querés. Y entonces él va, y entonces ella se queda. Pero no lee y en cambio, piensa en la arena, que se sentirá suave y cómoda bajos los pasos de él. A veces se sentirá mojada, y otras, seca y caliente. Podría haberlo acompañado, pero él es un hombre de arena y ella, ella, es una mujer de mar, piensa ahora.

Porque ella fluye entre el espacio delimitado por la cuenca marina y el cielo. Y cuando la tierra gira, y el mar queda boca abajo, hasta logra sumergirse en las nubes y llenar su agua de oxígeno hasta volverse otro elemento distinto, nuevo. Pero ella también tiene sus propios miedos: podría ahogarse si olvidara cuál es la corriente que la devuelve a la playa, o podría desbordarse y convertir los campos y montañas, y aun a su querido hombre de arena, en un océano absoluto. Piensa que por suerte, el corazón de ella es de arena, un contrapeso, y eso le recuerda que él se marchó hace rato ya y que lo echa de menos.

De pronto, la arena entre sus pies no se siente tan cálida y el sol parece consumirse como una vela al viento.

Deja el libro a un lado y mira de norte a sur. La bruma parece velarlo todo. De allí, de donde jugaban unos niños, ahora sólo le llega un eco de risas otrora cantarinas. Donde estaban los pescadores ahora sólo hay un penetrante olor a carnada. La música del parador se ensordece con el estruendo del oleaje que, ahora, de pronto, la arrastra de los pies, reclamándola.

Ella resiste aferrándose a los zapatos que dejara su hombre de arena. Y justo antes de desaparecer bajo la ola más grande, él se echa a su lado, rodeándola por la cintura con un brazo fuerte y velludo, y le besa la espalda.

Llegué, corazón, ¿qué leés?, le dice mientras el mar retrocede y ella todavía jadeante, le apaga el iPod y le devuelve un dulce beso de sal.

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